Ella se perdió en su camino de vuelta por vez primera visitaba esta extraña ciudad, mezcla exacta de frivolidad y de arte, la lengua le era ajena, la noche oscura esperando el aguacero, vagaba por la esquina de Toulouse y Dauphine, miraba sólo miraba, escapando de la podredumbre de Bourbon, no capté bien el reflejo en sus ojos, en ese momento no entendí de la perdida sólo pude apreciar la belleza de su envoltorio elegido para esta visita, el coraje me vino gracias a la quinta cerveza tomada en ese bar de mala muerte y excelente Jazz, rompiendo la costumbre me acerque, después, mucho después, supe mi error. En un chapuceado inglés de primaria algo pregunté, ¿qué? nadie lo sabe, con peor acento al mío me respondió su desconocimiento, la osadía aceleraba al corazón y anulaba la vergüenza, le pedí perdón al indagar su indudable procedencia latina, la cual resultó ser tan peruana como el suspiro de las limeñas.
Las calles del French Quarter sirvieron de escenario a una noche bien conversada, sus neuronas bañadas en alcohol necesitaban descargar sus tormentos y yo, por un rato, no resultaba tan mala compañía.
¿Por qué no corrí? no lo entiendo, ella aún no me faltaría, seguro estaba a tiempo, pero decidí seguir con ella, y luego -mejor me hubiera ido- me contó de la gran perdida, del desorden, del desgarro, de las infinitas vueltas, del dolor, del escape en ese viaje barato agenciado a través de una amiga, buena es la Nueva Orleáns para facilitar el olvido, pero el mucho andar no acorta las penas y la memoria repetía su vieja cantaleta.
El sol nos encontró sentados frente al acuario discutiendo de la verdadera existencia de Tom Sawyer, desayunar en la plaza y saber de la partida de un estúpido vuelo fue la continuación. La despedida siguió y aún sigo esperando consolar sus lágrimas sin saber su nombre…
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